Un día en el café Gijón sorprendí a un poeta maldito, absorto en sus
pensamientos. Le pregunté si la gravedad de su rostro obedecía a que
estaba elaborando algún verso insigne. “Así es”, me contestó. “En este
momento me debato en la duda de pegarme un tiro en la boca o tomarme un
helado de fresa”. En el monasterio de Kopan, en el valle de Katmandú, me
dijo un Maestro Venerable: si quieres saber hasta qué punto eres feliz y
no lo sabes, cómprate una libreta y apunta en ella cada noche cinco
pequeños hechos agradables que te hayan sucedido durante el día. Anota
solo las sensaciones placenteras insignificantes, las alegrías ínfimas,
no los sueños desmesurados. Esta mañana me ha despertado el sol en la
ventana y he comprobado que esta vez no me dolía la espalda. El perro me
ha saludado con el rabo. El dueño del bar, donde suelo desayunar
hojeando el periódico, hoy se ha negado a cobrarme la ración de churros.
He leído la crónica deportiva: ayer ganó mi equipo. El autobús ha
llegado puntual y en la parada me han conmovido las palabras de amor que
una madre le dirigía a su niña que se iba al colegio. Le he preguntado
al médico por los análisis y me ha dicho que todo está bien. Al llegar a
casa después del trabajo me arrellano en el sillón para ver una
película en la tele mientras me tomo un gin-tonic.El Maestro
Venerable aseguró que después de un tiempo en esa libreta se habrá
formado un tejido básico de actos felices, de sutiles placeres efímeros,
muy consistente, que sin darnos cuenta sustenta firmemente toda nuestra
vida y de paso resuelve la duda del poeta. De momento bastará con un
helado para evitar que se pegue un tiro. Puede que esto no sea más que
esa charlatanería que se expande mientras arden las consabidas barritas
de almizcle e incienso y que solo sirve para olvidar la terrible
crueldad e injusticia que nos rodea. Pero el Maestro Venerable, en medio
de aquel aire transparente que bajaba del Himalaya, dijo que todas las
flechas aciagas que la vida nos lanza casi ninguna da en el blanco. Caen
a nuestro alrededor y somos nosotros los que las arrancamos del suelo y
nos las clavamos en el corazón, en la mente o en el sexo. Tal vez esta
enseñanza podría servir al poeta para enhebrar uno de sus versos más
excelsos: sale el sol, estoy vivo.
Manuel Vicent
No hay comentarios:
Publicar un comentario